miércoles, 6 de agosto de 2008

La leyenda de Allorianne y el Guardián Oscuro (continuación)

Parte 2 – Eurin

“¡Aún queda una damisela en este pueblo!”
Gritó entonces Eufrates, mientras trataba de contener al enemigo.
“¿En dónde?”
“¡Del otro lado del río, en la cabaña solitaria que está muy cerca de la cascada!”

Entonces, de un solo tajo la voz de Eufrates se calló y Eurin en un instante salió corriendo a toda prisa tratando de esquivar las flechas asesinas que pasaban cerca, muy cerca de donde él estaba. De pronto tuvo la tentación de voltear hacia atrás, a donde estaban sus compañeros aún luchando, pues no era bien visto que un caballero abandonara el campo de batalla en plena lucha, de hecho, se consideraba la peor deshonra que un noble guerrero pudiera soportar.

“Pero no estoy abandonando la batalla”, pensó Eurin, “estoy llevando acabo una importante misión… una misión de vida o muerte para nuestro pueblo.”

Siguió corriendo, corrió y corrió tan rápido como pudo, tan rápido como su pesada armadura le permitía, pero el camino parecía interminable, y el enemigo a cada segundo que pasaba estaba más y más cerca de la victoria.

“No podré llegar así”, pensó rápidamente, “necesito deshacerme de esta pesada armadura.” Titubeó por un instante, pero finalmente se hizo a la decisión.

Justo cuando terminó de sacarse la coraza una flecha negra apareció de la nada. Le pareció a Eurin haber escuchado como ésta cortaba el viento mientras pasaba justo a un lado de su oído.

No esperó más, no había tiempo que perder. Ahora sin la armadura sus movimientos se habían vuelto más libres y más rápidos y le parecía que volaba por la velocidad a la que se movía. Aún así, las flechas no dejaban de aparecer.

Apenas las esquivaba. Una sóla flecha sería mortal para él ahora que no tenía protección. Se dio cuenta que su atacante se movía entre los árboles, pero aún así, no estaba seguro que se tratase de uno solo.

“Son demasiadas flechas”, pensó mientras esquivaba nuevamente una ronda de esas letales armas. Cada vez se hacían más certeras, pero ya casi llegaba, si tan solo pudiera llegar al río…

De pronto el camino se abrió, los árboles habían quedado atrás. Se encontraba perfectamente al descubierto y sin nada que le pudiera cubrirle… pero eso no lo detuvo. Eurin, aunque joven, era uno de los legionarios de las tierras altas, un digno representante del pueblo de la Mesota, y ahora era tiempo de probarlo.

Ya no titubeó, no más. Si habría de morir, moriría; si sus días habían terminado, que así fuera; pero al menos, nadie diría que no murió cumpliendo con su deber.

Las flechas negras salieron de los árboles mientras Eurin seguía corriendo, tan rápido como podía, tan rápido como su noble alma se lo permitía. Y ese día, muchas flechas que habían salido de entre los árboles, habían apuntado perfectamente en el blanco, y Eurin cayó.

Ese sería el último día de Eurin, ese sería el último día de un noble guerrero, ese sería el último día de un legionario de las tierras altas de la Mesota. Jamás llegó a la choza solitaria que está muy cerca de la cascada, del otro lado del río, jamás llegó a avisar a la damisela acerca de la batalla de su pueblo… no tuvo necesidad de hacerlo.

Ese sería el último día de Eurin, sino fuera porque Eunnice, la bella damisela de las tierras altas del pueblo de la Mesota había venido ella misma en persona.



Parte 3 – El arma secreta

“Señor, parece ser que nuestro ejército está siendo rechazado.”
“¿Rechazado dice usted teniente?”, responde el capitán. “¡No sea tonto!, es imposible que esos salvajes puedan hacer frente a un ejército como el nuestro.”
“Pero Señor, corre el rumor de que una mujer está luchando de su lado.”

De pronto, la expresión del capitán pasa de un estado de soberbia y déspota seguridad a un evidente estado de sorpresa: “¿Una mujer dice usted teniente?”, solo atina a decir el capitán. “Así que era verdad, inteligencia tenía razón, aún queda una de ellas con ellos”, dice para sí mismo el capitán.

“En ese caso teniente”, responde el capitán, nuevamente con una envidiable expresión de seguridad en su rostro, “es evidente lo que tenemos que hacer”, hace una pausa antes de continuar. “Si ellos han de utilizar su arma secreta, entonces nosotros también.”

“Pero capitán, no se estará refiriendo a…”
“¿Aún sigue aquí teniente?”, interrumpe el capitán con un pronunciado tono de autoridad en su voz: “Le he dado una orden directa.”
“¡Sí mi capitán, a la orden!”, responde el teniente inmediatamente.

Y el teniente se retira mientras el capitán mira por la ventana de su improvisada, pero perfectamente ordenada oficina, en el campamento base del ejército real:

“Veamos quien tiene el mejor as bajo la manga.”

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